martes, 14 de octubre de 2008

CARLOS RUIZ ZAFÓN

BIOGRAFÍA:

Novelista español nacido en Barcelona el 25 de Septiembre de 1964. Actualmente se ha convertido en uno de los autores en lengua castellana más leídos del mundo, un auténtico fenómeno editorial que convierte el anuncio de una nueva publicación en todo un acontecimiento. Comenzó su carrera literaria en 1993 con su primera novela (juvenil) El Príncipe de la Niebla (ganadora del Premio Edebé), a la que le siguieron El Palacio de la Noche, Las luces de Septiembre y Marina. Pero la fama le llegaría más tarde con La Sombra del Viento, publicada en 2001 y su primera novela para adultos, que tras quedar finalista del Premio Fernando de Lara de Novela del año 2000, al final fue uno de los libros más vendidos del año y pone a su autor en el Olimpo de los mejor vendidos.El estilo de Ruiz Zafón, ágil y rápido, casi cinematográfico, y donde privan el diálogo y la acción sobre la reflexión y la experimentación formal, supone un vuelco a las direcciones habituales de la literatura española, mostrando al mundo editorial el ejemplo más contundente en el desarrollo de un producto capaz de emular los éxitos proveninetes del mercado anglófono, y al gremio de los autores un modelo de novela que, exportando la técnica y rudimentos del Best Seller norteamericano, iba a ser explotado hasta la saciedad.
A continuación un fragmento del libro la Sombra del Viento:

El Cementerio de los Libros Olvidados

Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día...
No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá —murmuré sin aliento. Mi padre me abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquélla fue la
primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba. [...]

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