martes, 21 de abril de 2009

KENNEDY TOOLE y la conjura de los necios


John Kennedy Toole, Nueva Orleans (1.937-1.969), quién ha demostrado ser uno de los escritores más ingeniosos y lúcidos del siglo XX, no es lo interesante y sustanciosa que el autor merecía. Licenciado en inglés por la Columbia university, fue profesor de la University of Southwestern y el Dominican College de Nueva Orleans. Escribió "La Conjura de los Necios" en los primeros años sesenta no logrando verla publicada, ya que apareció por primera vez en 1.980, once años después de que el autor se suicidara, debido a los esfuerzos de Thelma, su madre, y al apoyo del profesor Walter Percy. Sin embargo, cuando ésta vio la luz, la respuesta entusiasta de la crítica fue unánime, recibiendo el premio Pulitzer en 1.981, y siendo galardonada, una vez publicada en Francia, como mejor novela en lengua extranjera del año. De manera póstuma también apareció "La Biblia de Neón".
Considero "La Conjura de los Necios" como un clásico del boca a boca, paradigma de la complicidad y comunicación entre lectores. Siempre he sospechado que le concedieron el Pulitzer en gran parte por las circunstancias antes referidas, pero su valor real, el fresco social que compone, la exposición de personajes, su sentido del ritmo narrativo, el caudal de sus diálogos y el gran abanico de posibilidades de interpretación que aporta, son bazas que la mantienen permanentemente de actualidad; pudiéndose seguir su huella en autores como Barry Gifford o Ethan Cohen, sin ir más lejos..
Se trata de una obra desternillante y mordaz, que encierra su halo de amargura; condensada y vibrante, impulsada por el vértigo de los acontecimientos. Una relación de las continuas peripecias que empujan al protagonista Ignatius en sus movimientos, inmersos en una cotidianidad caricaturizada hasta extremos delirantes. Conforme se avanza, el tono se va tornando de confidencia divertida, un guiño que utiliza el creciente histrionismo de los protagonistas como arma predilecta.
Gracias a los diferentes enfoques que presentan los puntos de vista de Ignatius (particularísimo), los variopintos personajes (más reconocibles y tipificados) y el propio narrador, se refleja un concreto, ágil y satirizado retrato social. Así lo demuestra su constante semblanza de las condiciones de vida de los negros, de la que es su principal portavoz el hilarante y lúcido personaje negro Burma Jones. La presencia de otros como la tía de Mancuso (Santa Battaglia), la propia Sra. Reilly, madre de Ignatius o el Sr. Robichaux nos habla de las vicisitudes y la particular idiosincrasia de los emigrados; se describen, dentro de esa gran caricatura, las costumbres de las clases populares, la devoción religiosa frente a su simple y pragmática mentalidad; su obsesión por el qué dirán dentro de un submundo envenenado de cotilleos como picotazos de ave de carroña; sus modales, sus humildes condiciones, su implacable concepto de la educación escolar, sus formas de vestir... O el miedo al fantasma comunista, tan imbuido por el gobierno en la sociedad de la época.
Historias que discurren paralelas al devenir de Ignatius, aunque íntimamente relacionadas con él, y que abren la perspectiva de la novela de Toole. De tal forma, personajes distantes y ajenos como el doctor Talc, antiguo profesor de Ignatius y Myrna, sirve para trazar algunas líneas sobre su pasado universitario, y, de paso, es utilizado, como no podría ser de otra forma, para lanzar vitriolo sobre la clase académica (no olvidemos que John Kennedy Toole era profesor universitario).
Tanto en la peripecia vital, con todos sus disfraces, del Patrullero Mancuso (¿ te suena?), como en las páginas que nos introducen en Lévy-Pants, a través de un empleado como el Sr. González, la voz del narrador nos habla de abnegación o resignación, de alienación; algo que tanto Toole como esa especie de alter-ego informe y esperpéntico que se buscó repudian. También es posible que compartan sus opiniones sobre Mark Twain y su Norteamérica idealizada a través del Mississippi; la actitud del arte norteamericano en general respecto de la realidad que lo circunda; la relación de los bares y los salarios; el trasfondo de sus comentarios sobre la clase media, los negros y la progresía hippie encarnada por Mirna Minkoff; o frases tipo "El optimismo me da náuseas, es perverso...". Además, en un momento determinado alguien informa al Sr. Lévy de que "la media de vida en el barrio, o algo así, es demasiado baja para mantener un mercado grande..." ambigua expresión que encarna lo más despiadado del capitalismo imperante.
Un incisivo y despiadado espíritu mordaz inunda, en fin, todos los sectores de una Nueva Orleans, de la que también quiere transmitir su luz, la suavidad del clima, el colorido de sus fachadas, y su decadencia, sobre la que reflexiona; aunque aquí la descripción contemplativa (salvo la del protagonista), se vea constantemente empujada y superada por los hechos. Los bajos fondos, el barrio francés, la pequeña delincuencia y la prostitución son descritos con sarcasmo no exento de amabilidad, de cierta indulgencia. En una ciudad en la que los policías se mueren por poner multas y el sargento se desespera por la falta de detenciones, hay locales como el "Noche de Alegría", irónico nombre para un lugar con bebidas aguadas y suciedad; refugio de solitarios, fracasados y perdidos. Nido de una cutrez de personajes ambiciosos moviéndose a través de pequeños delitos dentro de su propia incapacidad.
En el inicio de la novela no hay opción de aclimatación para el lector, ni explicaciones, ni excusas previas. Nuestra primera visión es él, Ignatius: la pormenorizada y deleitosa descripción de su excesivo aspecto, de su chocante mentalidad; su actitud despectiva y desafiante en los momentos más insospechados, su defensa obcecada ante "la conjura". Y se nos ofrecen certeras claves sobre protagonistas centrales como la madre y el Patrullero Mancuso, y otros como los del "Noche de Alegría", el viejo Sr. Robichaux o Burma Jones. Así como claras muestras del delirio que se avecina. El detallado trazado del universo de Ignatius, que comprende toda la novela, se apoya considerablemente en el personaje de Mirna Mynkoff, de presencia constante, bien por alusiones, o a través de su encarnizada relación epistolar con Ignatius.
Unas circunstancias llevan a otras, cualquier acontecimiento es desencadenante de otro. Un carrusel que se mueve según los designios de la Diosa Fortuna, como el aparatoso accidente de tráfico que obliga a Ignatius a trabajar para que su madre pueda afrontar la fuerte deuda que se le presenta. Debe salir a la calle, abandonar su mundo, y no está dispuesto a hacerlo, sólo quiere datos a pie de calle para reforzar su monumental escrutinio del siglo de necios que le ha tocado vivir. De ese desgraciado impacto nace el crescendo de equívocos que vertebra esta novela.
Ignatius entra a trabajar en Lévy-Pants, lugar hecho a su medida, decadente y olvidado, que significa una nueva veta para otra indagación, otro dibujo desaforado e impúdico de personajes. Mientras, el mundo a su alrededor no para, el "Noche de Alegría" continúa presente, y su madre acaba trabando amistad y encontrando consuelo en el patrullero y su tía. Historias paralelas que son embrión de otras, que hilvanan el enredo.
Todo podía haber acabado perfectamente ahí, pero el ansia de Ignatius por epatar a la Minkoff, verdadero motor de sus actos, le lleva a idear un golpe de efecto que acarreará su despido automático. La incisión abierta por su presencia en la fábrica, nos abre la puerta de la mansión de los Lévy, donde, de manera enjundiosa, las clases pudientes, estancadas y rentistas reciben lo suyo.
La deuda pesa demasiado, e Ignatius, violentamente impelido por una madre cada vez más desesperada, da con otro negocio necesitado, "Salchichas Paraíso", ideal para que Toole nos lo coloque en la calle en las situaciones más disparatadas. La fiesta celebrada en el capítulo VIII, en casa de Santa Battaglia y ambientada por Fats Domino, desplaza por única vez la omnipresencia de nuestro "chico trabajador". Allí su madre empieza a atisbar su última posibilidad de futuro, mientras, las historias colaterales siguen fermentando. Un personaje levemente reseñado en el primer capítulo (Dorian Green, un gay del barrio francés), entra en liza. Esa escena es atravesada por George y Mancuso, en una pirueta de encuentros y desencuentros casuales.
Los diversos ramales de historias empiezan a torcerse, por obra y gracia de Fortuna, en su dirección: su madre recibe un golpe fatídico al saber que sale a vender disfrazado de pirata; los Lévy se aterran al conocer ulteriores consecuencias de su paso por la empresa familiar; se encuentra con George y tratan de utilizarse mutuamente; y con Burma Jones, que sí lo utiliza. Para colmo Mancuso le sigue absolutamente febril y desorientado.
El motor de su subconsciente continúa sobrevolándole epistolarmente, e impulsado por la colaboración de Dorian Green, pergeña un nuevo ataque sorpresa al sistema. Esto nos lleva al corazón del barrio francés y al ambiente gay, pintado con ironía y humor. Es aquí donde recibe el único varapalo real de la historia, acabando ridiculizado totalmente y vapuleado por un trío de lesbianas. Aquí encontramos a un Ignatius cuyo particular raciocinio parece quebrarse en algún momento, un instante en que la maquinaria febril de su pensamiento cae en punto muerto y Toole muestra su vulnerabilidad y terrible soledad.
Su accidentada salida de la fiesta de Dorian, lo vuelve a poner en circulación, reactivando el vertiginoso capítulo XII, en el que su madre ya se ha atrevido a llamarle loco. La aparatosidad de su entrada en el "Noche de Alegría", de nuevo espoleado por una postrera opción de sorprender a Mirna Mynkoff, y de mitigar su ya insoslayable soledad, ya había sido sabiamente calculada por la Diosa Fortuna, que giró esta vez un poco más abajo si cabe, apoyándose en Boecio, su guía espiritual, en otra pirueta rayana en el paroxismo de la casualidad y el enredo. La posibilidad tangible de cumplir sus deseos dota a Ignatius de la suficiente energía como para protagonizar la sublimación final del absurdo y propiciar la grotesca y genial escena coral que deviene en punto culminante. Todo se desmanda y el carrusel parece descarrilar.
En el siguiente capítulo, la comedia de enredo se destensa y ofrece su cara amable, mostrándonos mediante primeros planos las reacciones de los personajes ante los últimos sucesos y apuntándonos su futuro. Aquí asistimos a un rasgo de bondad de Toole, provocando el triunfo de los buenos e inocentes, como Mancuso, Darlene o Jones (éste tras los últimos estertores de Fortuna, rescatado en un último soplo de suerte), personajes con los que es condescendiente; y a la caída de los malos, al modo de cualquier comedia con moraleja. Toole reparte justicia hasta donde puede, pero a través de los designios del destino, negando la intervención de la perspectiva del hombre. El "caso Abelman", que acuciaba a los Lévy, también toma un giro inesperado, inducido involuntariamente por un Ignatius que en su momento más bajo, en el que su suerte parece estar echada, saca arrestos de su poder de seducción, iluminando a un Lévy, siempre tratado con simpatía en la novela, que logra de una tacada la redención y la libertad; incorporando además a la srta. Trixie al apartado de pieza clave del relato. La afligida madre también obtiene una posición ventajosa.
Podía haber terminado así, pero en el último capítulo Fortuna vuelve a ser caprichosa. En éste, al perplejo lector no le queda más que sacudirse el aturdimiento mientras espera que Ignatius huya y tenga suerte.

"YO SOY IGNATIUS J. REILLY"
Caracterizado prolijamente y sin piedad, descrito con delectación, Ignatius Reilly, 30 años, medievalista en paro, recoge en su personalidad, su físico y sus actos un rosario de cualidades negativas sin parangón: cobarde, repugnante, caprichoso, reprimido, mentiroso patológico, egoísta hasta el extremo; infantiloide y aprensivo hasta la exacerbación. Obeso y bigotudo, encerrado en la inmundicia de su habitación, rellena decenas de cuadernos Gran Jefe, con su ideario político-religioso ("teología y geometría"). Entre continuas digresiones y extensas acotaciones, desmenuza un amplio muestrario de su imaginación desbordante, de su reaccionario catolicismo, su ambigua percepción sexual, su añoranza de una monarquía totalitaria, su desprecio por la ilustración, el progreso, el frenético desarrollo industrial y comercial, o su no asunción de la velocidad como ingrediente definitivo de la vida del hombre. Reivindica a su maestro Boecio, habla de la monja Rosvita, clama a la diosa Fortuna, y desea que la constante inmoralidad de sus enemigos sea castigada azotándolos hasta perder el sentido. Todo acompañado de las agobiantes reacciones ante los acontecimientos de su válvula pilórica, en forma de expulsiones gaseosas puntualmente señaladas por el autor. Incapaz de viajar y enemigo a ultranza de los medios de locomoción, autobuses en particular, gusta pasar su tiempo libre meditando sobre lo abominable de programas tipo Lluvia de estrellas, comiendo con ansia y bebiendo Dr. Nuts, en la botella o en su tazón "Shirley Temple"; o recreándose en el cine, persiguiendo con sus desaforadas críticas, desde su asiento y con la boca inundada de palomitas, a sus actrices más odiadas. Desprecia el trato humano, con su gran gorra verde con orejeras, su sempiterna camisa de franela y su reloj "ratón Mickey"; como vemos, despliega sus aires de grandeza y su procacidad ataviado grotescamente a lo americano. Admira a la aristocracia criolla y siempre amenaza con su equipo de abogados.
Un personaje basado en el devastador choque que supondría extraer alguna mente pensante de otra época, colocarla en medio del crepitar social de los barrios modestos de cualquier ciudad y confrontarla con todo tipo de personajes contemporáneos a la novela. Algo aún más delirante si el personaje no es de otra época: una ingeniosa muestra, llevada al extremo, del mito del hombre perplejo, desubicado e incómodo ante la sociedad en la que vive y a la que no quiere deberse. Algo que casi todos padecemos en algún momento (sin necesidad de ser un genio, como sugiere la cita de Jonathan Swift, el escritor irlandés autor de "Los Viajes de Gulliver", que abre el libro y de la que surgió el título de la obra), y que ,estoy seguro, padeció el propio autor. Por eso cabe preguntarse hasta qué punto alguien tan en principio execrable, no lleva en su actitud una parte importante de todos aquellos que luchan en desventaja por gozar de una libertad real, no mediatizada; que pierden y huyen hacia adentro, o salen a regañadientes porque se tienen que buscar la vida o cumplir con un no escrito compendio de actitudes como premisa ineludible para llegar a vivir en paz.
En el prólogo de la obra, en el que Walker Percy relata cómo cayó la novela en sus manos, se cita a Don Quijote de la Mancha. Con él comparte la radical interpretación del mundo desde una óptica absolutamente personal y delirante, su por momentos desarmante lucidez y fina ironía; y ambos pasan por la aberración y el ridículo en lo desventurado de sus empresas. Incluso las diferencias conservan determinados paralelismos: Quijote fue arrogante y valiente en un mundo pendenciero, Ignatius es miserable, egoísta y hasta calculador en un mundo tal; se autoexcluye con arrogancia y altanería y ataca por donde puede. Utiliza pues, como Quijote, las armas y los argumentos de la época para sobrellevar victorioso su reacción ante su tiempo, en defensa de valores ya desaparecidos o en franca decadencia. La responsabilidad enfermiza frente a la irresponsabilidad más alarmante; el análisis del medio y el análisis contra el medio; La acción idealista y el nihilismo furibundo, que oculta otro idealismo más utópico aún.

No hay comentarios: